Kurt Cobain significó mucho para su tiempo, de eso no tiene que caberle la menor duda a nadie: no fue un músico excepcional, creo que siempre tuvo mejor oído que ejecución o habilidad, pero eso es precisamente lo que Cobain representó para su tiempo, para el nuestro: esa capacidad de poder llevar adelante toda una serie de influencias que fue cosechando a lo largo de su vida para hacerlas explotar en ese momento tan trascendental del siglo pasado, o sea, principios de los noventa: Kurt era la explosión del punk, la influencia de bandas tan variadas como Pixies, Sonic Youth o Devo; la recuperación de músicos como Neil Young, la absorción del country norteamericano medular, y todo eso está en cada uno de los discos de su banda, Nirvana, la cual ahora parece volver a escena con los logros de Dave Grohl, quien en su último disco, específicamente, volvió a trabajar con el productorButch Vig y con su antiguo compañero de banda, Krist Novoselic, casi a la manera de cerrar una etapa, una herida que lleva 17 años y que, en alguna medida, seguirá llevando más tiempo.
Cobain era un tipo simple que sólo quería hacer su música: absorbido por todo el aparato mediático que lo transformó en una leyenda de un día para el otro, no pudo resistir más la presión, el acoso, la centralidad que ocupaba en una escena que siempre vio como marginal: ¿no es Kurt, muchas veces, un invento de MTV y Rolling Stone, un símbolo que ellos han sabido construir con el efecto de plantear la última gran figura del rock, como si dentro de ello se pudiero realizar un intercambio simbólico tan válido como en cualquiera de los muchos ámbitos que ocupan al hombre? En verdad, sí, es eso: un aparato simbólico funcionando en favor de una serie de empresas que hacen circular símbolos en un momento de la historia de la humanidad donde la referencia, mal o bien, ha quedado un poco fuera de lugar.
El problema es esa frase que lee Courtney Love en el “sepelio” de Cobain, la cual parafraseo: “es mejor arder que quemarse lentamente”, como si fuera un ideal para toda una generación obsesionada con la desaparición, con el suicidio… Pienso en dos cosas: una, la contraoferta radical al sistema que el suicidio plantea, algo que no es una fetichización, que no puede convertirse en otro elemento simbólico más, pero que muestra el grado de ahogo en el que nos encontramos en estos tiempos, en donde inclusive esta posibilidad ha sido planteada tanto artística como filosóficamente. Lo otro, el reverso, la parodia de este comportamiento, ArseFace de Preacher, la historieta de Garth Ennis y Steve Dillon, un joven fanático de Nirvana que sobrevive al disparo y queda para siempre con el rostro deformado hasta el punto de convertirse en un ídolo musical que balbucea. Los dos lados de la generación que tenía veintitantos en 1994.
Kurt Cobain era un músico excepcional, un gran compositor de canciones con mucho oído y una poesía visceral —- lo que debe ser toda poesía —-, una víctima de la era del marketing, un héroe suicida de nuestro tiempo, un músico… Kurt Cobain, una herida sangrante.
Vía: CucharaSónica
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